domingo, 7 de diciembre de 2008

La cárcel es un manicomio en todos los siglos

EL PAIS – 19 DE NOVIEMBRE DE 2.008
La cárcel es el manicomio del siglo XXI
La reforma psiquiátrica de los ochenta dejó lagunas sin resolver - La mayor
atención a personas con problemas mentales evitaría delitos, pero faltan
medios
MARÍA R. SAHUQUILLO 19/11/2008
A veces, al horror del encierro en la cárcel se le añade el de no poder huir de la propia
mente. Tristeza infinita, angustia vital, impulso de infligirse dolor o voces imaginarias.
Muchos comenzaron ese intento de fuga de sí mismos mucho antes de vivir entre muros y
barrotes. Uno de cada cuatro reclusos españoles (el 25%) padece alguna enfermedad
mental, según datos de Instituciones Penitenciarias, tal y como explica su secretaria general,
Mercedes Gallizo. No sólo eso, la mayoría de ellos (el 17,6%) tiene antecedentes
psiquiátricos previos a su ingreso en prisión. La falta de detección y de atención adecuada -
muchas veces motivada por la saturación de los centros especializados- provocan que
muchos de estos enfermos pierdan el contacto con la realidad, caigan en la marginalidad y
terminen cometiendo algún delito. Dos décadas después de la reforma que cerró los
psiquiátricos, muchos consideran que las prisiones se han convertido en los manicomios
del siglo XXI.
"La reforma de salud mental no dio alternativas. Traspasó la responsabilidad del cuidado de
esos enfermos a los familiares", sostiene el subdirector general de Coordinación de Sanidad
Penitenciaria, José Manuel Arroyo Cobo. Ese cambio era necesario, explica, pero el
traspaso de la atención de estos enfermos a las comunidades no ha sido suficiente. El
vicepresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, Miguel Gutiérrez, define esa reforma
que derribó los psiquiátricos como "decisiva". Sin embargo, sostiene que queda mucho por
hacer. "Hay enormes desigualdades en el tratamiento de estos enfermos en las
comunidades. La reforma requiere una reevaluación completa", cree.
Alberto Rodríguez no sabe de reformas ni de otras cuestiones técnicas. Pero conoce bien la
cárcel. Pasea por el patio del centro penitenciario de Aranjuez y se ajusta la cazadora en un
intento de alejar el aire gélido de la mañana. Han pasado seis años desde que pisó por
primera vez ese patio que ahora podría reconstruir de memoria. Palmo a palmo, grieta a
grieta. Falta un día para que le den el tercer grado y está eufórico. Sólo tendrá que ir a la
cárcel a dormir. "Estoy encantado". Recuerda el momento en el que ingresó como si fuera
ayer. "Me enviaron directo a la enfermería", cuenta. Diagnóstico: esquizofrenia paranoide.
El problema de Alberto era que escuchaba voces. Voces que no le decían "nada bueno".
Un soniquete que se fue haciendo más pesado según iban apareciendo nuevas velitas en su
tarta de cumpleaños. Una vez, cuando era pequeño, sus padres le llevaron a un psiquiatra.
"No me gustó y no volví más". Se levanta la chaqueta, el jersey y la camiseta y enseña el
pecho y los brazos llenos de cicatrices. "En las crisis que me daban me intentaba cortar, me
tragaba cosas...", dice. Alberto dejó de estudiar y encontró un trabajo de camarero en un
restaurante muy conocido de Madrid. Y las voces seguían, quedas y de cuando en cuando,
pero hablaban. Empezó a tomar drogas. Sustancias que al principio lograban aplacar esas
malditas voces. Pero luego fue peor. Un día "algo pasó" y se vio involucrado en un par de
robos con violencia. El juez le condenó a ocho años y siete meses.
Como Alberto, un 2,6% de los 73.138 reclusos que hay en España tiene antecedentes de
trastorno psicótico. Además, un 9,6% de los internos de las prisiones normales -los presos
de los psiquiátricos penitenciarios no están incluidos- tiene precedentes de patología dual al
sumar el consumo de drogas a su enfermedad. Una mezcla "cada vez más común", según
Miguel Gutiérrez. El 6,9% tiene antecedentes de un trastorno afectivo y un porcentaje igual
padece algún trastorno de la personalidad. La radiografía de cifras del último informe de
Prisiones revela además que el 3,2% de los reclusos ha estado en algún centro psiquiátrico
antes de su ingreso en prisión.
Eso, a pesar de que en España sólo queda algún resquicio de estos centros. El panorama es
desigual. El País Vasco cuenta con tres. Andalucía los cerró todos. Por no hablar de que
sólo existen 580 plazas para los reclusos con enfermedades mentales, en los dos únicos
psiquiátricos penitenciarios (en Sevilla y en Alicante).
Pero detrás de estos fríos porcentajes hay historias de familias desbordadas. De ríos de
lágrimas derramadas. De miedo. De desconocimiento. Para Mercedes Gallizo, muchos de
estos presos "no habrían cometido ningún delito" si hubieran recibido el tratamiento
psicológico que precisaban. También lo cree Orlanda Varela, psiquiatra en la cárcel de
Valdemoro. "Si hubieran estado correctamente atendidos fuera, un altísimo porcentaje de
los delitos podrían haberse evitado", dice. Pero no fue así, delinquieron y ahora viven en la
cárcel. Un lugar "poco adecuado" para enfermos de este tipo, según Arroyo Cobo.
Pero, ¿qué está sucediendo para que enfermos que han dado señales de estarlo no estén
recibiendo el tratamiento adecuado? "La búsqueda de la receta milagrosa que termine con
el dolor cotidiano o la ansiedad inunda las consultas y desplaza en muchas ocasiones
problemas más graves que quedan sin diagnóstico o sin el tratamiento adecuado", sostiene
Gutiérrez. Una queja repetida por muchos expertos como Varela, con más de cuatro años
de experiencia en centros penitenciarios. "No podemos psiquiatrizar la vida privada y
pretender luego que se pueda dar prioridad a las enfermedades realmente graves", apunta.
"Hay mucha patología de poca monta que satura los servicios", remata Arroyo Cobo.
Éste es uno de los motivos por los que el enfermo psicótico es el que menos prestaciones
recibe, según el vicepresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría. "Otros lo han
desplazado. Algo que habría que evitar poniendo filtros", dice. Pero no los hay y los
psiquiatras están saturados.
"Faltan centros especializados. Hay muy poca oferta asistencial", opina el subdirector
general de Coordinación de Sanidad Penitenciaria. Apunta otro motivo: "En España no se
puede obligar a una persona a someterse a tratamiento. La única manera es inhabilitarle e
ingresarle en un centro forzoso. Un proceso largo y que además no sirve como medida
urgente. Por eso, aparte de que apenas existen lugares de internamiento, es necesario que
haya más centros de salud mental y atención. Además, obligar a un enfermo a someterse a
tratamiento es estigmatizador", dice.
La Federación de Asociaciones de Personas con Enfermedad Mental y Familiares (Feafes)
también critica esa falta de medios. "Por cada 30.000 cartillas sanitarias debería haber un
equipo completo de salud mental: un psiquiatra, dos psicólogos, dos enfermeros y dos
auxiliares clínicos, un trabajador social, un terapeuta ocupacional y un auxiliar
administrativo; es decir, 14 personas", sostiene su presidente, José María Sánchez Monge.
"Las unidades que hay ahora mismo son tan incompletas que ni siquiera nos acercamos a
esas cifras", analiza.
Carencias que también tiene en cuenta el Ministerio de Sanidad, que ha promovido una
Estrategia en Salud Mental, un plan basado en la prevención y en la erradicación del
estigma asociado a las personas que padecen enfermedades mentales. Pero la falta de
detección y de atención de estas enfermedades no es el motivo único de que un alto
porcentaje de los reclusos de las cárceles españolas lleguen con alguna enfermedad mental.
"También hay que tener en cuenta otras variables, como el aumento de la población
penitenciaria y el crecimiento de las personas que viven en una situación de marginalidad",
asegura el presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría. Y es que, según Feafes, entre
el 20% y el 30% de las personas que viven en la calle padecen algún tipo de enfermedad
mental.
Arroyo también menciona este factor. Tiene 20 años de experiencia en centros
penitenciarios. Desde que, siendo aún estudiante de medicina, llegó a la enfermería de uno
de ellos para investigar para su tesis hasta ahora, como subdirector general de Coordinación
de Sanidad Penitenciaria. Pero para él, que ha visto centenares de casos como el de Alberto,
el punto fundamental que puede desencadenarlo todo es que el enfermo pierda el contacto
con la realidad, abandonando, por ejemplo su casa. "Por eso es tan necesaria una actuación
previa", sostiene.
Sin embargo, hasta llegar a ese punto el enfermo y su familia pueden haber dado bandazos
de un centro a otro tratando de buscar un diagnóstico. Un monstruo muchas veces
desconocido hasta que la palabra aparece escrita en el historial médico del ser querido.
Araceli Carrillo lo sabe muy bien. Nada sabía de enfermedades mentales hasta que a su
amigo Rafael (nombre supuesto) le pasó lo que le pasó. El chico estaba triste y apático.
Tenía 17 años y ya no quería salir. Ni estudiar. Ni nada. "No sabíamos qué le pasaba.
Pensábamos que eran cosas de la adolescencia", dice. Hasta que las cosas se torcieron y
recibieron una llamada que les avisaba de que Rafael estaba detenido y en el calabozo.
"Ingresó en prisión a la espera de juicio. Nada más llegar le metieron en la enfermería",
comenta. Tenía esquizofrenia. Araceli explica que Rafael sí había ido al médico. Pero nadie
supo dar con lo que le ocurría.
Nadie lo supo hasta que llegó a la cárcel. Por eso Arroyo destaca el papel de la prevención.
Pone de ejemplo el caso del Reino Unido. Allí, asegura, se ha implantado un mecanismo de
control de problemas de salud mental en las comisarías. "En una ciudad como Bristol se
dan 800 casos sospechosos al año. De ellos, un tercio terminan ingresados en algún
centro", dice.
Pero, qué sucede una vez que estos enfermos entran en la cárcel, un ambiente que los
expertos tachan de negativo. "Por mucho que se haga dentro, salen mucho peor de lo que
entran", dice Carrillo, que desde que Rafael entró en prisión se ha hecho miembro de
Feafes. El vicepresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría también considera la cárcel
un lugar inadecuado para estos enfermos. "Debería haber dispositivos intraprisón", sostiene.
Arroyo explica que para mejorar la vida de los enfermos mentales de los centros
penitenciarios y evitar su estigmatización, Instituciones Penitenciarias ha creado el
Programa Marco para la Atención Integral a Enfermos Mentales (Paiem). Se basa en la
detección de los trastornos y, una vez diagnosticados, en mejorar la vida de los enfermos,
aumentar su autonomía y la adaptación al entorno. Además, el Paiem intenta fomentar la
reincorporación social de estos reclusos.
Es el caso de Gustavo. Tiene 37 años y acaba de empezar 2º de Derecho por la UNED
desde la cárcel de Aranjuez. Tiene una enfermedad mental y lleva siete años y cinco meses
en la cárcel. "Aún me queda casi otro tanto", dice. Ésta es su segunda condena. En la
primera también tuvo tratamiento médico para su enfermedad. "Pero recaí en las drogas y
todo se fue a la mierda...", dice. Reconoce haber experimentado los síntomas antes de su
primera entrada en prisión, pero dice que nunca fue a que le diagnosticaran. "Tampoco
nadie me dijo que podría ser una enfermedad", dice. Nada más llegar entró en el programa
de Prevención de Suicidio, dentro del Paiem. "Lo pasé fatal... Cada día me levantaba con
ganas de quitarme la vida", dice.
A Bernardino le pasó lo mismo. Con una diferencia. Sus problemas empezaron en la cárcel
y por su condena. "Estoy aquí por homicidio imprudente. Era guardia de seguridad y dos
personas murieron por mi culpa. Todos los días me digo que el que tendría que estar
muerto soy yo", cuenta con lágrimas en los ojos. Bernardino, como Gustavo, también se ha
decidido por estudiar Derecho. "A todos los presos nos da por lo mismo", intenta
bromear.
Este recluso alto y espigado ya ha abandonado la enfermería del centro penitenciario de
Aranjuez. Allí permanecen todavía otros como Miguel Ángel o Francisco. El primero tiene
esquizofrenia paranoide; el segundo, una depresión grave. A los dos aún les queda bastante
para salir. Lo matan estudiando. Francisco tiene sobre la mesa de su habitación una decena
de libros sobre la Biblia. Miguel Ángel se dedica a la informática. "Me gusta mucho", dice.
No quiere hablar de las crisis que le llevaron a la enfermería. Tampoco profundizar sobre el
delito que cometió. "Pegué a mi novia". Algo, que, según los médicos que le tratan, tuvo
mucho que ver con su enfermedad.
A Alberto no le importa recordar su etapa en la enfermería. "Lo pasé muy mal pero salí.
Logré hacerlo...". Se acelera cuando habla de todo lo que le espera fuera. "Una ONG me ha
buscado un trabajo y mis padres también me van a ayudar mucho". Se le iluminan los ojos.
Lejos, muy lejos quedan ya las crisis que le dejaron el cuerpo cubierto de cicatrices y el
miedo a su enfermedad.

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